Orlando Bosch, solía molestarse con quien le señalara que habían sido seres humanos los inmolados
Como ya relaté en otra ocasión, a Nancy Uranga la
conocí en mis tiempos de estudiante-deportista. Yo estaba en ajedrez y
gozaba de más inmerecida fama que de talento real. Ella era ya la
indiscutida mejor esgrimista de mi generación. Tras asistir a una
reunión convocada por la FEU con los deportistas de las distintas
facultades (en aquella época, con ese rango, Ciencias Médicas, la
Cujae, Agronomía y el Pedagógico pertenecían a la Universidad de La
Habana), coincidimos en la larga cola del comedor compañeros de ajedrez,
voleibol, atletismo y esgrima.
Entre bostezos de hambre y aburrimiento, alguien que miraba lascivamente a una estudiante de Matemáticas de ojos claros y cuerpo escultural, se lamentó de que la mujer cubana, por regla, perdía la figura después del parto. Varias muchachas lo embistieron como miuras enfurecidas y se generalizó la discusión. Un voleibolista, al ver que Nancy no tomaba partido en el debate, para provocarla le dijo que ella también iba a perder la línea después de ser madre. La entonces estudiante de Biología, a quien algunos llamábamos “la pinareña peligrosa”, por la acometividad y arrojo que desplegaba en sus combates esgrimísticos, le replicó: “No les voy a dar ese gusto, no me pondré gorda”.
Pasó el tiempo. Supe por el periódico Granma que Nancy encabezaba el equipo femenino de esgrima al Centroamericano de ese deporte en Venezuela. Muchas veces se ha dicho que aquel era un equipo juvenil, aunque en la terminología actual se le hubiera denominado un sub-23. Nancy tenía o andaba cerca de cumplir los 22 años. Inés Luaces, una zurdita muy ágil a pesar de estar a veces algo pasadita de peso, que cursaba Estomatología en la Universidad de La Habana (UH) tenía 21. Virgen Felizola, con 17 años, estaba todavía en el pre y quería estudiar Arquitectura, como Ricardo Cabrera (23), quien sabía compartir el tiempo entre esa carrera y los entrenamientos de espada.
A Milagros Peláez apenas la conocí. Irene Forbes, esgrimista graduada de Periodismo, solía decir de ella: “Había sencillamente que quererla, porque repartía amor a manos llenas”. Milagros era novia del floretista Leonardo MacKenzie. En los recuerdos de Irene, “era usual verlos en el entrenamiento llevar a cabo determinados trabajos en pareja, o juntos frente al plastrón perfeccionando la dirección de sus punstas”. Ella fue subcampeona en el individual en los Centroamericanos de Venezuela, solo superada por Nancy. Él, oro en el por equipos.
El resto del equipo era igualmente joven. Por citar solo unos ejemplos, José Ramón Arencibia (23 años) soñaba con dedicarse al periodismo y la literatura. José Fernández (20) y Enrique Figueredo (19), a la ingeniería, el primero, Eléctrica, el segundo, Civil. Cándido Muñoz, Carlos Leyva y Juan Duany contaban con 20, 19 y 18 años respectivamente.
En el Centroamericano de esgrima de Venezuela arrasaron con todas las medallas de oro. De todos es conocido lo que sucedió después, al regreso a Cuba: el sabotaje al avión en que viajaban. No hubo sobrevivientes. Años después, una amiga de Nancy me contó que la pinareña había viajado a la patria de Bolívar con varias semanas de embarazo.
Nunca he entendido, nunca entenderé que pueda pretenderse el derrocamiento de una Revolución con el asesinato de 73 civiles, entre ellos jóvenes estudiantes que empezaban a vivir. Pero para el señor Posada Carriles, este fue “el golpe más duro propinado al régimen de Castro”. Por su parte, el otro autor intelectual del crimen terrorista, Orlando Bosch, solía molestarse con quien le señalara que habían sido seres humanos los inmolados: “Todo el que glorifique a Castro merece la muerte… No sé por qué sienten pena por esos negritos”.
Tampoco entenderé que párrocos miamenses, temerosos de Dios, una popular animadora de televisión, cantantes y músicos famosos, recuerden con nostalgia y se sientan emocionados por haber departido o desfilado de brazos por la vía pública con sujetos como Bosch y Posada, a quienes increíblemente llaman “combatientes de la libertad”.
Entre bostezos de hambre y aburrimiento, alguien que miraba lascivamente a una estudiante de Matemáticas de ojos claros y cuerpo escultural, se lamentó de que la mujer cubana, por regla, perdía la figura después del parto. Varias muchachas lo embistieron como miuras enfurecidas y se generalizó la discusión. Un voleibolista, al ver que Nancy no tomaba partido en el debate, para provocarla le dijo que ella también iba a perder la línea después de ser madre. La entonces estudiante de Biología, a quien algunos llamábamos “la pinareña peligrosa”, por la acometividad y arrojo que desplegaba en sus combates esgrimísticos, le replicó: “No les voy a dar ese gusto, no me pondré gorda”.
Pasó el tiempo. Supe por el periódico Granma que Nancy encabezaba el equipo femenino de esgrima al Centroamericano de ese deporte en Venezuela. Muchas veces se ha dicho que aquel era un equipo juvenil, aunque en la terminología actual se le hubiera denominado un sub-23. Nancy tenía o andaba cerca de cumplir los 22 años. Inés Luaces, una zurdita muy ágil a pesar de estar a veces algo pasadita de peso, que cursaba Estomatología en la Universidad de La Habana (UH) tenía 21. Virgen Felizola, con 17 años, estaba todavía en el pre y quería estudiar Arquitectura, como Ricardo Cabrera (23), quien sabía compartir el tiempo entre esa carrera y los entrenamientos de espada.
A Milagros Peláez apenas la conocí. Irene Forbes, esgrimista graduada de Periodismo, solía decir de ella: “Había sencillamente que quererla, porque repartía amor a manos llenas”. Milagros era novia del floretista Leonardo MacKenzie. En los recuerdos de Irene, “era usual verlos en el entrenamiento llevar a cabo determinados trabajos en pareja, o juntos frente al plastrón perfeccionando la dirección de sus punstas”. Ella fue subcampeona en el individual en los Centroamericanos de Venezuela, solo superada por Nancy. Él, oro en el por equipos.
El resto del equipo era igualmente joven. Por citar solo unos ejemplos, José Ramón Arencibia (23 años) soñaba con dedicarse al periodismo y la literatura. José Fernández (20) y Enrique Figueredo (19), a la ingeniería, el primero, Eléctrica, el segundo, Civil. Cándido Muñoz, Carlos Leyva y Juan Duany contaban con 20, 19 y 18 años respectivamente.
En el Centroamericano de esgrima de Venezuela arrasaron con todas las medallas de oro. De todos es conocido lo que sucedió después, al regreso a Cuba: el sabotaje al avión en que viajaban. No hubo sobrevivientes. Años después, una amiga de Nancy me contó que la pinareña había viajado a la patria de Bolívar con varias semanas de embarazo.
Nunca he entendido, nunca entenderé que pueda pretenderse el derrocamiento de una Revolución con el asesinato de 73 civiles, entre ellos jóvenes estudiantes que empezaban a vivir. Pero para el señor Posada Carriles, este fue “el golpe más duro propinado al régimen de Castro”. Por su parte, el otro autor intelectual del crimen terrorista, Orlando Bosch, solía molestarse con quien le señalara que habían sido seres humanos los inmolados: “Todo el que glorifique a Castro merece la muerte… No sé por qué sienten pena por esos negritos”.
Tampoco entenderé que párrocos miamenses, temerosos de Dios, una popular animadora de televisión, cantantes y músicos famosos, recuerden con nostalgia y se sientan emocionados por haber departido o desfilado de brazos por la vía pública con sujetos como Bosch y Posada, a quienes increíblemente llaman “combatientes de la libertad”.
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